Recomendación cinéfila: El hijo de Saul

Cuando el director Laszlo Nemes recogió el Globo de Oro que convertía a “El hijo de Saúl” en la mejor película extranjera del año según la Foreign Press Asociation, habló en su discurso de cómo el Holocausto se había convertido en una abstracción, pero que para él, sin embargo, el Holocausto es una cara humana que no debemos olvidar. Quiero pensar que, con esta idea, Nemes quería transmitir que podemos intentar romper la barrera entre los símbolos histórico-culturales y una memoria más cercana a las personas, vinculando el hecho teórico con la realidad. Desenfriar la historia, por así decirlo, sin olvidar el rigor. Más cuando hablamos de algo cercano en el tiempo que, no obstante, ha venido reestructurándose y reformulándose tanto que ha acabado por convertirse, como señalaba Nemes, en algo casi ajeno. Quizá en ese sentido, “El hijo de Saúl” sea no sólo una gran película, una indiscutible opera prima maestra, sino también un film necesario socialmente que desentumezca la impronta cinematográfica del Holocausto.

Así pues, si hay algo que el periplo de Saul Auslander por los entresijos de Auschwitz consigue es, sin duda, introducirnos en ese espacio mortuorio que eran los campos de exterminio como nunca antes se había conseguido de forma tan definitiva. Este film es una inmersión total en un contexto sin salida, agobiante física y psicológicamente donde la huida es la utopía de aquellos personajes que aún no han entendido o no han querido reconocer que ya están muertos. Ahí es donde el protagonista, alrededor de quien brotan los sonidos y parecen reconocerse las formas, es quizá el único consciente de que si existe alguna salida es la de reencontrarse, si cabe, con su humanidad. La brillante apuesta formal del film, que no es sólo profundamente original sino indudablemente inteligente (rodada en 40mm, cámara en mano y con poca profundidad de campo), es la que consigue llevar al espectador más allá de la pantalla, sumergiéndolo en los ruidos y los contextos asfixiantes que quedan fuera de plano y fuera de foco para transmitir el auténtico horror, siempre percibido pero nunca explícito, del que el protagonista no es más que otro engranaje de una maquinaria descomunal y maquiavélica. Los primeros planos, abundantes, hacen que la cara y el cuerpo del protagonista sean la guía del espectador a través de todos los espacios del túnel sin aire, denso e irrespirable, en el que nos vemos sumergidos. Pero es también su mirada, la renovada intencionalidad de su vida, la que hacen brotar (sin caer nunca en el melodrama) una emocionalidad imprevista en un contexto tan sombrío.

En ese sentido, son precisamente los ambientes desenfocados los que permiten intuir que aquello que se escucha es el crepitar de un horno crematorio, algo que refleja la inhumanidad con más acierto que cualquier otra lente. Este arrojo formal es el que transforma el contenido narrativo para mostrar el hábitat de extraña normalidad, casi irracionalmente cotidiana, en la que se movían los overkommandos. Cada vez que la cámara se fija en la espalda de Saul podemos sentir sobre sus hombros el peso de cuatro meses de cautiverio feroz como parte de la Solución Final. Un método de asesinato tan bien calibrado que usaba a sus propios rehenes como policías y trabajadores, facilitadores de la muerte. El film se convierte así en la más interesante interpretación de aquella banalidad del mal de Arendt, aplicada al trampantojo de un sistema diabólico donde los propios presos hacían funcionar su guillotina. Finalmente, es esta, también, una película abierta a múltiples interpretaciones respecto a este padre improvisado, pudiendo racionalizar sus acciones a contracorriente o, sencillamente, decidiendo no intentar entender los por qués producto de un entorno fin de destino donde las características de lo humano han sido tan deformadas que resulta imposible ya definir qué es lo razonable. El hijo de Saul puede ser una metáfora de todo o un ejemplo singular, la práctica de la universalización de estas vivencias es algo que queda en demasiadas manos como para ponerse de acuerdo, por lo que, como la propia película nos recuerda quizá, sencillamente, haya que volver siempre a los rostros, y no olvidarlos jamás.

 

 

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