Spotlight, camino de los Oscar.
Lo que
diferencia un crimen perpetrado por una persona corriente de uno llevado a cabo
por una persona con autoridad y responsabilidad social, judicial o parental (padres
y madres, jueces, policías, políticos, médicos o curas, etc…) es que no sólo
comete un crimen, sino que rompe con los valores y deberes de su cargo y falla
a las personas a las que ha jurado proteger. Esta idea es la que siempre
subyace en las narrativas que tratan el abuso, cuando alguien que cuenta con la
confianza de otra persona aprovecha su posición para aprovecharse de las
circunstancias dañando, muchas veces de forma irreversible, la vida de esa
persona bajo su tutela. Cuando hablamos de una figura como la de un párroco,
nos encontramos no sólo con el abuso sexual, sino con el robo de la fe y la
manipulación de la religión, temas, todos ellos que se tratan en Spotlight, la última película de Thomas
McCarthy sobre el reportaje del equipo de investigación homónimo llevado a cabo
por el periódico The Boston Globe entre
2001 y 2003.
Protagonizada
por un reparto coral, Spotlight
expone los más de 246 casos de abuso a menores llevados a cabo por diferentes
párrocos de Boston desde los años ochenta, y lo que es incluso más grave, con la
connivencia de altos cargos de la iglesia. El film se basa en un guion fluido, conciso
y nada morboso, que no se recrea en el drama, sino en la labor periodística
como leitmotiv, rindiendo un sincero homenaje a la profesión y al tipo de
labores de investigación que son casi impensables hoy en día. La película es un
viaje a través de los entresijos y la estructura del Boston Globe, conociendo la maquinaria de un periódico, su
funcionamiento y el encanto irrecuperable de los archivos y el papel en mitad
de lo que supuso, en 2001, el cambio a la era del periodismo digital. Bebiendo de
Todos los hombres del presidente o la
más reciente creación de Sorkin, The
Newsroom, Spotlight se une al
elenco de películas serias sobre temas serios que consiguen no ceder a la
emoción fácil, pero sin perder el rumbo emocional, reflejado sobre todo en los
personajes de Ruffalo y Keaton.
El film
acoge varias reflexiones en torno a la crisis moral y religiosa que
inevitablemente rodea no sólo al grupo de redactores sino a toda la sociedad de
Boston, ciega y cómplice frente la corrupción de una institución santificada
por sus profundas raíces locales. A este respecto, la figura del periodista se
dibuja como la de un guardián social imperfecto, consciente de su enorme
responsabilidad ante una historia que tendría que haber visto la luz mucho
antes, en ese sentido, el guión no rehúye incluir coherentes dosis de autocrítica.
El cualquier caso, quizá la reflexión más incómoda que aporta el film se centra
en el problema endémico a nivel internacional de las credenciales morales (y célibes)
de la jerarquía eclesiástica. Un tema tabú que, a pesar de ciertos
esfuerzos del Vaticano, resultan a día de hoy aún claramente insuficientes para
un conglomerado de la fe que sigue necesitando no sólo modernizarse desde sus
cimientos sino aceptar de forma más profunda todos sus (recurrentes) pecados...
para no repetirlos jamás.
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