La La Land y su ceguera generacional.
En primer lugar, porque la idea de que el tándem entre
una aspirante a actriz que trabaja de camarera y un pianista de Jazz pobretón e
idealista buscando sueños tan platónicos como clásicos del cine mainstream hollywoodiense, es un fiel representante de nuestra generación, presa del paro juvenil de profesionales
sobre-cualificados, me parece, como poco, inverosímil y ridícula, y en general
bastante insultante.
Si dejamos aparte, por el momento,
esta narrativa argumental llena de clichés y dramatismos forzados, nos
encontramos, al menos durante la primera parte del metraje, con una película
conscientemente nostálgica y estéticamente deliciosa que se recrea con destreza
en las referencias a los musicales clásicos y el Hollywood dorado. Lo cierto, es que fui al cine escéptica, pero plenamente abierta a la idea de salir de la sala
absolutamente enamorada de LaLaLand. Y quizá, si toda la película hubiera
seguido el concepto desarrollado en esa primera hora, lo habría hecho. Y es que para mí,
La Ciudad de las Estrellas sólo
funciona como fábula clásica vintage,
porque ambientar (o desambientar) una película en la contemporaneidad no la
convierte en contemporánea.
Su mayor acierto, no obstante, es
haber dialogado tan bien todas las escenas, especialmente las cómicas, donde la
química entre una espléndida Emma Stone y ese Ryan Gosling al que se come con
patatas, sale a relucir, más, incluso, como amigos, que como amantes. Y en
términos de originalidad, es indudable que la música funciona. Una serie de
piezas más centradas en apoyar la narrativa que en protagonizarla con enormes
números musicales. Es una apuesta más sutil, pero quizá así más intensa, que
seduce y empapa LaLaLand con esa
canción vertebral que es City of Stars.
Es esta apuesta la que dota de identidad a un film que la necesita más allá de
su propuesta estética y fotográfica.
Pero según Stone cambia los vestidos
coloridos por los vaqueros y vamos adentrándonos en la segunda mitad del film
donde la “realidad” se va imponiendo y nos alejamos del bucólico marco amoroso,
nos adentramos también en una sucesión de clichés manidos a la hora de
representar una tragedia inexistente a base de puntos de giro forzados y
reacciones impostadas. Estamos hablando, obviamente, del proceso de ruptura, de
la crisis existencial por la que el personaje de Gosling traiciona su espíritu
de dolido reaccionario del Jazz y el de Stone, que volaba en una nube de
idealismo indie, se da de bruces
contra el hecho de que Seb ha ido perdiendo sex-appeal según se ha ido alejando
de su identidad como soñador de película.
Es en este contexto, donde el
planteamiento de Chazelle se aparece como superficial, desdeñando el
esfuerzo, el fracaso y la madurez como opciones válidas para pasar a esquematizar una transición vacía de
auténtica complejidad. Y es que, que alguien decida claudicar parte de su sueño
para poder conseguirlo no es una vileza ni mucho menos una frivolidad, es y
debería parecerlo, una decisión difícil y madura de quien tiene los pies en la
tierra. Pero Chazelle, que está obsesionado con el éxito, no dibuja aquí la
voracidad de éste con la misma profundidad que en Whiplash, transformando al
purista de Seb en un vendido que rápidamente disfruta de la adulación de las masas, y todo por una visión paternalista de las relaciones
sentimentales. Y es ahí, en la ruptura, cuando la película roza el delirio de
imaginar que cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia, pues
nos encontramos ante un desengaño amoroso débil entre dos personajes que,
sencillamente, se dan por vencidos.
Con esta propuesta, Chazelle ni
siquiera se plantea la idea de la compatibilidad, pero no expone tampoco por
qué no puede llevarse a cabo, vendiéndonos la idea de que elegir el
trabajo por encima del amor es sencillo, cuando, en los tiempos que corren,
tener que emigrar por un trabajo dejando atrás a la pareja o apostando por una
relación a distancia es una de las grandes tragedias de la actualidad. En LaLaLand lo que nos queda son dos
cobardes y dos rendidos que claudican, sencillamente, porque no saben manejar
el fracaso ni tampoco el éxito, algo que podría haber resultado interesante si
no fuera por el recurso de que amor y trabajo coincidan el mismo jueves a las
ocho.
En última instancia, es un hecho que LaLaLand es una apología de los soñadores, protagonizada por
dos soñadores tópicos y típicos, alejados diametralmente de la realidad – más
él que ella – y retroalimentados entre sí, de ahí que su romance se fracture a
la vez que el idealismo de él. Pero el film se queda ahí, sin preocuparse por
reflexionar sobre el privilegio que supone poder aspirar a ser lo que uno
quiere ser, en una sociedad como la actual donde - precisamente - no se puede aspirar si quiera
a trabajar de aquello a lo que has dedicado entre cuatro y ocho años de
estudios superiores. Por eso, se exhibe como triunfo el final agridulce de
amantes desencantados, cuando el reto habría sido encontrarnos con dos
auténticos fracasados. En LaLaland
todos consiguen cumplir sus expectativas, y es por sus deseos que se
movilizan los personajes, no por la "frívola" necesidad de encontrar un trabajo.Y así, Seb se convierte en metáfora
andante del idealismo, una concepción de la vida que le traspasa a ella y que se
convierte en el catalizador de su éxito.
El único precio a pagar, entonces, es
su relación. Esto tendría sentido si, después de todo, nos encontrásemos con
una pareja que realmente hubiese luchado por mantenerla o se hubiera visto
forzada a abandonarla por razones de peso. Pero no es así. De esta forma, el
melodrama con el que concluye la cinta, que quiere parecer una revisión de los finales made in Hollywood, no es
más que otra impostura que, eso sí, nos ahorra un pastiche. Aunque no contento con eso, el film regala como bonus extra esa antología del teatro musical al servicio de narrar otra versión de la
historia y dejar claro que, pase lo que pase, tanto en la cara A como en la B
de la vida, la única opción de auto-realización de la mujer es estar casada y
con hijos, el acompañante es sólo un accesorio. Llegados a este punto, o bien he visto otra película o necesito urgentemente que me expliquen qué tiene de moderno, de generacional y de sufrido este film bipolar,
tan entretenido en su evocación del pasado como fallido en sus cimientos del
presente, con mucha menos coherencia y ritmo que otros musicales que sí se
llevaron el Oscar a casa.
Chapeau! (como siempre, por lo demás)
ResponderEliminarChapeau! (como siempre, por lo demás)
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