Decepción cinéfila: Noé.
Decía Darren Aronofsky en una reciente entrevista que había
querido buscar una mitología propia y había intentado crear su “Tierra Media”. Sin
embargo, este Noé es un perfecto ejemplo de falta de coherencia
cinematográfica, esto es, que todo film (debería) no traicionarse así mismo.
Cuando Peter Jackson desplegó presupuesto e ingenio para crear su trilogía de
los Anillos, supo encontrar un leitmotiv en su forma de entender el universo
ficticio de Tolkien y lo recreó acorde con esa idea concreta. Es cierto que un
film basado en los relatos bíblicos puede ser entendido, también, como una
ficción visual sobre otra ficción, pero seamos sinceros, el diluvio universal
no se contextualiza en un mapa élfico. Así pues, existen dos opciones: o bien
se abraza la deriva mística con todas sus consecuencias, o se apuesta por la visión
historicista, por la que hay que evitar a toda costa las incongruencias más
allá de las licencias cinematográficas (ya sabemos que esto no es el History Channel). Sin embargo, en Noé
los anacronismos se amontonan, mientras la interpretación religiosa mezcla la
revolución industrial con las “huestes” de Caín en un desvarío inconsistente,
que se cae por su propio peso por unos agujeros del tamaño del mismo Arca. Y es que Aronofsky ha querido contener en un
solo vaso una propuesta de acción con un aleccionamiento moral y sin duda lo
que ha generado es un desbordamiento de proporciones bíblicas, que queda
resumido en la condescendencia de sus planteamientos y la imposibilidad de sus
arreglos contextuales que alcanzan su cénit en las ciudades post-apocalípticas,
las máscaras de soldador Mad-Maxianas
y los pantalones rematados.
Al proyecto le falta verosimilitud
y echa por tierra las raíces de esta reinterpretación que quiere ser arte y
ensayo para las masas y no funciona a ningún nivel. Leí en Vanity
Fair que Emma Watson era – secretamente – la auténtica protagonista. Yo no
iré tan lejos, más allá de subrayar la inteligente forma en la que está
conduciendo su carrera; pero sí que coincidiré en que su personaje (o el de
Jennifer Connelly) es tremendamente más interesante que el del mismo Russell
Crowe. Y es que de entre el maremágnum de decisiones fallidas, puede que el único
discurso de interés en Noé haya sido – precisamente - el de sobreponer a las figuras
femeninas por encima de las necesidades lúbricas de las que son objeto, pues se
configuran – sin lugar a dudas - como los personajes más inteligentes y
empáticos en un cuarteto de masculinidades desbordadas. Al lado de esta visión femenina, se amontonan
los subtextos que – supuestamente - conforman la base intelectual de este Noé
hiper-sensible, es decir: la apuesta por un mundo sostenible en equilibrio con
la naturaleza, y una crítica al avance industrial y a la proliferación de
armamento. No obstante, estas son sólo las ideas que al bueno de Aronofsky le
hubiera gustado tratar, porque la realidad, como el diluvio, no deja títere con
cabeza. Yo me pregunto como un tío inteligente como él ha sido capaz de
perpetrar un panfleto vegano (que no ecológico), de pacifismo naïve y lleno hasta el borde de
metáforas obvias de blando trasfondo; manufacturando una grandiosidad
hiperbolizada lista para un público al que infravalora. Y es que la aparición
de pantalones y armaduras medievales puede que sea la mayor obviedad del film,
pero su mayor fracaso es no ser capaz de componer un retrato de sutilidades, su
talón de Aquiles ha sido la magnitud de un proyecto para el que Aronofsky no ha
dado la talla.
Lo que más decepciona es la falta
de seriedad de director y guionista (Ari Handel) respecto a su propia propuesta.
Sin duda, han querido transmitir un mensaje contemporáneo mediante la
espiritualidad de un relato religioso, y yo iba preparada para lo que Aronofsky
y Dios quisieran ofrecerme, pero me ha desalentado profundamente que alguien
que ha venido desplegando tacto y detalle para contar buenas historias, haya
sido capaz de construir un film donde las obviedades de un guión de serie B, los
fallos técnicos y las decisiones artísticas desafortunadas echan por tierra lo
que podría haber sido una reinterpretación cinematográfica nada desdeñable. Sólo
se salva el cast, desaprovechadísimo, e Islandia, cuyos paisajes nutren de
parábola visual a un drama bíblico que se torna en un Shakespeare mal
entendido; provocando la risa estupefaccionada
en vez de la sensibilización mística. Al cabo, donde queden Ben-Hur y Los 10 mandamientos, que se quiten el CGI y el postureo moralista,
por lo menos las de Charlton Heston no engañaban a nadie.
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