Crítica de Agosto: Catársis familiar.

Como rezaba el comienzo de esa novela tan famosa, todas las familias son parecidas en su felicidad, pero diferentes en sus miserias, y las de la contemporaneidad que nos ocupa son las más disfuncionales de todas. Principalmente porque los estallidos de furia que se escenifican en Agosto: Condado de Osage sólo pueden encontrarse en familias donde la elasticidad de la jerarquía moderna permite ahora que las hijas se revelen contra sus madres sin que el peso del régimen social les censure la palabra, el voto o la independencia.  Esta historia inscrita en las demenciales y calurosas planicies de Oklahoma, se centra en la herencia de un matriarcado de acero,  llevado a la pantalla mediante un tête a tête entre la poderosa y estratosférica Meryl Streep; y Julia Roberts, que sin maquillaje, adornos y postureo está no sólo más hermosa, sino mejor actriz que nunca.

Adaptación de un premiadísimo texto de Tracy Letts, que también firma el guión, Agosto es un ejercicio teatral mucho más interesante que aquel Dios Salvaje de Polanski el cual aún siendo corto, era bastante aburrido. Es posible que la narración caiga en lugares recurrentes, porque todas las familias, todos los dramas, todas las inmundas miserias humanas sí que acaban por parecerse también (dándole la vuelta a lo que decía Tolstoi en Anna Karenina), aunque lo hagan por razones distintas. Así pues, Agosto sostiene su drama en unos diálogos afiladísimos e inteligentes, dotados de una notable profundidad que acoge la problemática de la pertenencia a un determinado árbol genealógico y enmarca la idea principal: ¿queremos parecernos a nuestros padres? Un dilema que va creciendo y creciendo hasta convertirse en un arma de fuego, culminando en la desoladora epifanía del magnífico segmento final, que redondea el desenlace de esta crudísima fábula norte-americana.

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